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[Familia, Derecho, Constitución]

[Claudio Sartea]

  1. Premisa sobre el método: la experiencia constituyente y su peculiaridad

La aventura constituyente es para todo pueblo un esencial momento de coexistencia cívica, una fase especial – mejor si no demasiado frecuente, sino caracterizada por una intermitencia que garantice duración y estabilidad política – en la que la inteligencia y la preparación de los expertos están llamadas a juntarse con el sentido común jurídico de la población para poner bases sólidas de un edificio destinado a ofrecer hospitalidad durante decenios a la generación presente y a sus descendientes. 

Lo ideal, pues, sería que la fase constituyente se caracterizara por cierta concordia de las facciones políticas: la fisiológica dialéctica de la vida institucional, a menudo vivaz hasta la vehemencia, a lo largo de esas delicadas temporadas fundacionales tiene que ceder el paso al intento, por parte de todos sin excepciones, de llegar a dicha concordia. Se trata de una condición posiblemente indispensable para la buena calidad del texto constitucional que debe ver la luz: si faltara este mínimo de concordia, el resultado de tantos esfuerzos amenazaría ser un texto o muy genérico y de limitada utilidad, o contradictorio y expuesto a interpretaciones conflictivas. 

Cuando hablamos de concordia no nos referimos a utópicas condiciones de irenismo político, sino más bien al esfuerzo de todos para conseguir un resultado compartido, y el mejor resultado posible. Si bien lo miramos, es típico de todo fenómeno jurídico genuino lo de engendrar relaciones constructivas y oponerse o condenar las relaciones destructoras: más en general, es función típica del derecho producir la metamorfosis del conflicto en diálogo, actuar la transición de la barbarie a la civilización.

El caso que, por obvias razones, mejor conozco, es el caso de la Constitución vigente en mi País, Italia, aprobada en 1947. Lo menciono solamente para recordar que, después de la dictadura, se contendían el poder al menos tres ánimas políticas claramente distintas, y con posiciones especialmente lejanas en muchos puntos neurálgicos de la visión del individuo y de la sociedad. A pesar de esto, con el paciente trabajo de juristas y políticos de larga mirada se pudo llegar a la aprobación por mayorías calificadas de un texto que, salvas unas pocas modificaciones en su segunda parte (la más técnica), sigue igual en sus principios desde casi tres cuartos de siglo. 

Este ejemplo, entre muchos que se podrían hacer, muestra que la concordia en la fase constituyente no es una utopía, y que el resultado jurídico que puede engendrar es de calidad y garantía para todos. A la vez, es mejor para todos dejar de un lado las aptitudes polémicas y belicosas, así como los prejuicios y las posturas rígidamente ideológicas, para aceptar, por lo menos en una fase constituyente, la prioridad de la razón y de los válidos argumentos en la discusión dirigida a la aprobación de una ley de tanta transcendencia. Claro está, lo dicho supone la disponibilidad de todas las facciones para abrirse al diálogo franco: como explicaba Hannah Arendt, ideología es precisamente (y literalmente) “lógica de una idea”, con cerrazón del intelecto a todas las demás. Lo cual equivale siempre a un reduccionismo muy peligroso para la realidad en su típica e irreductible complejidad. En cambio, la disposición para escuchar, para poner en tela de quicio nuestros propios convencimientos, en último término, la disposición a dejarse guiar por la verdad del ser humano y su bien sin pararse en consideraciones contingentes y menos aún en intereses de grupos parciales, son la mejor garantía de un trabajo honrado. ¿Y cuál es la verdad del ser humano?

  1. Un derecho a la medida del ser humano

El ser humano es muchas cosas, pero sin duda es un ser relacional. Lo es en su principio, no solamente en sentido factual: tenemos dos principios vitales, cuerpo y espíritu, y sabemos muy bien, por experimentarlo a diario, que hay relación entre ellos, mejor aún, sabemos que nuestra experiencia de la existencia es fruto de dicha relación permanente e irrenunciable. Sabemos, también por experiencia constante, que en cada momento de nuestra vida psíquica estamos en diálogo con nosotros mismos, lo cual abre a (y a la vez depende de) la relación con los demás, efectiva o virtual. Según Aristóteles, “nadie elegiría vivir sin amigos”: lo cual viene a confirmarnos en la intuición universal que la soledad no puede ser un ideal humano, y mucho menos una condición de sobrevivencia prolongada. 

Somos relacionales también porque descendimos de una pareja, una madre nos transmitió su lengua con su leche, en cada célula de nuestro cuerpo llevamos el resultado genético de la unión de gametos derivados de una mujer y un varón, y cuando nos reproduciremos transmitiremos también su genoma junto al nuestro a los hijos que llegarán. Toda la primera fase de la existencia del ser humano, que nace mucho más prematuro que la gran mayoría de los mamíferos, necesita de una manera absoluta (literalmente, de vida o de muerte), del cuidado de adultos responsables, para la alimentación, para la higiene, para la deambulación, para toda protección necesaria en lo corporal como en lo psíquico, para aprender lo básico de la comunicación y en general de la vida social. 

Es fácil mostrar que el primer círculo relacional – tal vez, el más imprescindible para asegurar un futuro al recién nacido – es justamente la familia, de la que ya Aristóteles hablaba como del primer nivel de la sociabilidad humana, antes del barrio y de la polis. Sin duda, se trata del nivel más conforme a la naturaleza, ya que la reproducción humana depende de la unión de una pareja de personas adultas de sexo distinto, y como se ha observado finamente, de dicha unión se deriva la forma más radical de la responsabilidad, origen de todo discurso normativo (en la ética así como en el derecho). Se debe a esto que toda tradición jurídica conocida admita, desde el mismo surgir de la comunidad humana, un derecho de familia más o menos adecuado y completo. 

Además del aspecto más obvio, esta última consideración muestra un perfil especialmente interesante y profundo. Según D’Agostino, la familia está en el origen mismo del fenómeno jurídico no solamente por evidentes consideraciones históricas, sino por una razón más profunda y decisiva. Su argumento se basa en la reflexión de la antropología cultural sobre el tabú del incesto: como sabemos, se trata del tabú que interdice al hijo el cuerpo de la madre. El nombre del padre es en este sentido la primera regla que el nuevo ser humano tiene que aprender: regla después generalizada en la prohibición de cualquier relación sexual entre miembros de la misma familia. Por ese camino, el tabú impone (en sentido normativo, no factual) la salida del individuo de su familia de sangre para que pueda existir una sociedad, y por lo tanto toda comunidad política y jurídica: un éxodo necesario que hace que la familia constituya el lugar donde se unen y se dividen privado y público, intimidad doméstica y experiencia civil. Como lo escribió Claude Lévi-Strauss, “si la organización social tiene un inicio, ello no puede ser si no la prohibición del incesto, ya que dicha prohibición es, al fin y al cabo, una elaboración de las condiciones biológicas de procreación (que no admiten reglas, como podemos ver observando la vida animal), que obliga a reproducirse solamente dentro de un marco artificial de tabús y obligaciones. Precisamente en ello y solamente en ello encontramos el pasaje de la naturaleza a la cultura, de la vida animal a la vida humana, y la posibilidad de entender la esencia auténtica de su articulación”.

En definitiva, además de regular la actividad sexual evitando posibles patologías graves derivadas de las relaciones entre personas con parecido patrimonio genético, el tabú del incesto pone las bases necesarias para la constitución de la experiencia social y política. Por esta razón, el tabú se coloca en el origen mismo de la normatividad, es en cierto, radical sentido la norma por excelencia, la primera en sentido ontológico y cronológico: el lugar donde encuentra su demonstración más irrefutable el antiguo brocardo ubi societas ibi jus

  1. Verdad de la familia

Lo que acabamos de considerar implica que la familia tiene, para decirlo de alguna manera, subjetividad jurídica de forma eminencial, prototípica: mucho antes que la misma existencia del Estado y de cualquier otra forma de comunidad política organizada, existe la familia con su derecho y sus derechos. Mejor dicho: toda organización jurídica existe solo porque existe la familia como estructura también jurídica, en la cual la juridicidad de la coexistencia aparece a la conciencia humana como una posible forma de organización normativa, como regla razonable y sensata, y por consecuente merecedora de aceptación y obediencia. Por eso mismo, empezar por la autoridad pública para llegar después a la legitimación jurídica de la familia y a la concesión de sus derechos es, además de contradictorio en el sentido descrito, tal vez la máxima forma de paternalismo, ya que sustituye a la naturaleza de las cosas y al origen natural de las reglas una manifestación de autoridad fundamentada solamente en su poder de obligar mediante coacción. Las bien conocidas aporías del modelo hobbesiano del Estado, que en la época moderna y contemporánea ha tenido tanto prestigio y difusión, dependen precisamente de dicha circularidad en la justificación de la autoridad. Auctoritas, non veritas facit legem, afirmaba Thomas Hobbes de forma muy discutibile y discutida: y nosotros podemos incluso aceptarlo, concediendo todo lo concedible al iuspositivismo, a condición de que quede bien claro que veritas, non auctoritas facit jus – y la verdad de la que hablamos es propiamente la “verdad de la familia”.

¿Y cuál sería esta verdad de la familia? Mucho se ha escrito sobre ella, y aquí no tenemos ni el tiempo ni la autoridad para añadir algo. Sin embargo, sí podemos recordar una penetrante e intensa expresión de Niklas Luhmann, que definió la familia como el lugar de la “comunicación total”: un área, quizá la única, en la que (si no siempre factualmente, al menos en principio) cada persona es sí misma sin ficciones, ya que no debe asumir máscaras ni papeles sino mostrarse tal como es – comunicación total. En las relaciones primarias, las que entretienen con sus padres y sus hermanos, los nuevos llegados al mundo aprenden su propia existencia, forjan sus aptitudes relacionales, elaboran y empiezan su proyecto de vida, y así en esas mismas relaciones van construyendo su identidad personal y social, y cada una de sus posibles concreciones. 

Es en este sentido muy profundo que desde hace milenios se dice que la familia constituye el germen de toda comunidad, como hemos visto en Aristóteles y como podríamos encontrar en Cicerón, que la definía el seminarium rei publicae, y en decenas de autores de todo tiempo y toda cultura. Lo más universal, lo que más pertenece y caracteriza la naturaleza humana, no es primariamente el Estado ni la experiencia política, sino la experiencia familiar, y especialmente la filiación. No todos somos políticos, no todos, lamentablemente, somos ciudadanos activos y partícipes; en realidad, tampoco somos todos esposos, ni padres. Sin embargo, absolutamente todos somos hijos: y si no lo fuéramos, simplemente no existiríamos, no haríamos experiencia de la existencia en vida. A la vez, sin la sexualidad que – como hemos visto desde la antropología y el psicoanálisis – configura la relación conyugal y establece los roles básicos de la identidad relacional humana, ni siquiera habría algún posible futuro para la especie humana: aquí se puede hablar sin exageración de una exigencia ecológica fundamental. Todo esto lleva razonablemente a hablar de la “familiaridad” como principio antropológico (y después ético y bioético) esencial.

En su vertiente comunitaria, la familia desarrolla funciones que ninguna otra institución social está en condiciones de asumir y llevar a cabo con la misma eficacia (aquí como en muchos otros temas, las patologías que a veces se manifiestan no justifican en el plano lógico la crítica generalizada de la estructura en que se producen, sino al revés ayudan a entender su fisiología): por esta razón el razonamiento no debería ser “qué hacemos para defender la familia de la ocupación estatal”, sino “qué hacemos para garantizar que la familia pueda seguir produciendo los beneficios relacionales indispensables que por su naturaleza está llamada a otorgar a los individuos y a la sociedad”. Esta sí es una responsabilidad del Estado y del derecho, y no la de sustituir la familia en capacitaciones que no tiene ninguna aptitud para asegurar.

Además, la familia en las sociedades modernas es el baluarte de resistencia del individuo contra el riesgo de abuso de poder del Estado (y sus burocracias) y del mercado (y sus efectos despersonalizadores), la alianza primera y a la vez suprema que permite a la persona humana salvarse de la morsa metálica que en toda época pero especialmente hoy amenaza cerrarla desde arriba (la autoridad y el poder del Estado), y desde abajo (la colonización mercantil del dinero). Todos recuerdan las páginas conclusivas de la novela de George Orwell 1984, donde se muestra que la única forma de oposición posible al totalitarismo en sus múltiples manifestaciones es la fuerza de relaciones significativas, y cuando éstas hacen naufragio, ya no queda ninguna esperanza de libertad y de vida auténticamente humana.

Es importante también notar que, como afirmaba con su lenguaje poético el grande iusfilósofo italiano Giuseppe Capograssi, y como todos los que tienen experiencia directa saben muy bien, la familia no es el lugar de los egoísmos ni mucho menos de los placeres privados. La familia, rectamente entendida, es al revés esencialmente “en el ordenamiento jurídico una organización de sacrificio”: una necesidad para la comunidad civil, y no un favor concedido a los individuos, ni mucho menos una realidad tolerada por su función reproductiva en servicio del Estado. La gran mayoría de los derechos y de las situaciones jurídicas activas que se reconocen en el seno de las relaciones familiares y hacia fuera, si la miramos con el suficiente detenimiento revela también su lado pasivo, su carácter de servicio, su función para el bien del conjunto familiar y especialmente de los sujetos vulnerables dentro de aquello. Toda la larga historia que ha conducido por fin a la paridad entre mujer y varón, el incesante proceso de adaptación de las reglas de protección de los menores en las situaciones familiares y sociales fisiológicas así como en las patológicas, la distribución de las responsabilidades materiales y morales entre los miembros de la familia, nos confirman que toda prerrogativa de la misma se convierte en un deber, toda concesión de espacios de poder se muestra más bien como un elemento funcional a los intereses del conjunto o de sus sujetos más frágiles. Todo esto, más allá de la estéril y conflictiva retórica de la autodeterminación libertaria, viene a confirmar la profunda verdad de la intuición de Simone Weil, que antes que de derechos fundamentales prefería hablar de los deberes fundamentales, haciendo hincapié en la primacía lógica y ontológica, y no solamente cronológica, de los segundos respecto a los primeros.

  1. Una mirada a las declaraciones de derechos fundamentales

Así las cosas, toda reivindicación razonablemente justificada de la familia al ordenamiento jurídico, lejos de resultar un abuso de confianza o de representar el intento de sustraer al Estado sus espacios de dominio, refleja al revés el debido reconocimiento de sus elementales responsabilidades funcionales. Debe ser por el mencionado motivo que muchas Constituciones vigentes recurren al lenguaje del reconocimiento y no al de la atribución cuando regulan los espacios de libertad del matrimonio y de la familia:

– en mi País, que menciono primero solamente porque es el que mejor conozco, el artículo 29 de la Constitución lo expresa con diáfana claridad: “La República reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio. El matrimonio está ordenado a la igualdad moral y jurídica de los cónyuges, con los límites establecidos por la ley a garantía de la unidad familiar”;

– en Francia, la integración con la que en 1946 se completó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano añadió como parte importante que “la Nación asegura al individuo y a la familia las condiciones necesarias para su desarrollo”;

– en Alemania, el artículo 6 de la Constitución extendida después de la caída del Muro de Berlín a todo el pueblo alemán afirma que “el matrimonio y la familia gozan de la especial protección del ordenamiento estatal” y que “el cuidado y la educación de los hijos son un derecho natural de los padres y una precipua obligación suya. La comunidad estatal vela sobre la manera de desarrollar dicha función”;

– en España, incluso antes de garantizar el derecho a casarse (art. 32), la Constitución de 1978 en su artículo 27 afirma que: “1. Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza. 2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales. 3. Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”;

– en Portugal, el artículo 36 de la Constitución de 1976 reconoce el derecho de todos a constituir una familia y contraer matrimonio en condiciones de igualdad, y enseguida afirma que “los padres tienen el derecho y el deber de educación y mantenimiento de los hijos”, con una interesante referencia a la idea del derecho-deber como cifra y emblema del derecho de familia.

Para no multiplicar los ejemplos y las repeticiones, es suficiente recordar que también las fuentes de derecho supranacional hablan de la familia en términos de antecedencia con respecto al Estado y a toda comunidad política y social. El artículo 16 de la Declaración Universal de los Derecho Humanos así se expresa: “1. Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia, y disfrutarán de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en caso de disolución del matrimonio. 2. Sólo mediante libre y pleno consentimiento de los futuros esposos podrá contraerse el matrimonio. 3. La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Por su parte, el artículo consagrado al derecho a la educación dice con mucha claridad que: “1. Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos. 2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz. 3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.

No se trata de una opción aislada, ni de afirmaciones que se han quedado en la historia pasada o en instrumentos de soft law. En el texto del Convenio Europeo de los Derechos Humanos, de 1950, el artículo 8 protege la vida privada “personal y familiar”, que puede limitarse solamente en obsequio a comprobadas exigencias de “la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y las libertades de los demás”. En el texto análogo y anterior de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, de 1946, el artículo 6 recita: “Toda persona tiene derecho a constituir familia, elemento fundamental de la sociedad, y a recibir protección para ella”; así como el artículo 33, entre los deberes, afirma que “toda persona tiene el deber de asistir, alimentar, educar y amparar a sus hijos menores de edad, y los hijos tienen el deber de honrar siempre a sus padres y el de asistirlos, alimentarlos y ampararlos cuando éstos lo necesiten”. En la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, aprobada en el año 2000 e incorporada a los Tratados siete años después, también se establece el respeto de la vida personal y familiar (art. 7), y se añade, con referencia expresa al derecho a la educación, que “Toda persona tiene derecho a la educación y al acceso a la formación profesional y permanente. Este derecho incluye la facultad de recibir gratuitamente la enseñanza obligatoria. Se respetan, de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio, la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto de los principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas”. 

Es suficiente, creo, para aclarar que reconocer a la familia sus espacios de autonomía, incluso en lo educativo, no es nada más que adherirse a la adecuada interpretación de su papel social y a la postura de la gran mayoría de los ordenamientos vigentes en el mundo entero.

  1. Conclusión: lo que permite discernir entre avance y progreso

Quiero acabar mi reflexión con alguna consideración sobre la idea de progreso. Bien sabemos todos que esa idea es con frecuencia evocada cuando se debate sobre cuestiones de familia y de derecho de familia, especialmente si se lo hace en términos de derechos subjetivos (los derechos “civiles”, los “nuevos derechos”, etc.). Los partidarios de cambios e innovaciones, así como los que abogan en favor del traslado al Estado de las prerrogativas de la familia, a veces recurren al argumento progresista para cortar con las tradiciones y las costumbres que han caracterizado el derecho de familia durante siglos, y la familia misma como símbolo de toda institución tradicional, y nos ponen delante de los ojos las exigencias del progreso, los avances técnicos, culturales y morales, y las consecuentes novedades necesarias que tendríamos que introducir también en la sociedad y en su organización básica. 

La idea que subyace a parecido planteamiento es que lo que viene después es por definición mejor de lo que vino antes: que la historia procede indefectiblemente hacia lo mejor para el ser humano como individuo y como especie. La transformación ideológica de semejante premisa junta y entremezcla de forma muy compleja y tal vez confusa influencias del evolucionismo biológico, del progresismo historicista y de una interpretación manipuladora de la visión judía y luego cristiana de la dirección única de la historia humana, según el esquema providencialista, luego secularizado y confiado al azar o a la humana inteligencia, de una intervención continuada de Dios en las vicisitudes de sus criaturas. 

Como ha observado Hans Jonas, acertada o falsa que sea, la idea de la que estamos hablando es muy reciente, después de milenios dominados por la idea opuesta. “Que el ‘ser nuevo’ constituya una calidad positiva no es por nada la regla en la historia de las culturas: en realidad, este mismo hecho supuso una señal y una novedad absoluta”. Aquí no importa hacer una apología de la tradición o del pasado: sólo se quiere proponer una reflexión crítica sobre la idealización de las épocas, sean ellas las épocas pasadas o las presentes y futuras. Al ser humano se le pide vivir en su tiempo, con la libertad del pasado y la responsabilidad del futuro: en este sentido, resultan falaces tanto las celebraciones del presente y del futuro en cuanto lugares necesarios de la mejora humana, como las exaltaciones o las nostalgias del pasado como sede exclusiva de la perfección de nuestra especie, o de la belleza, o de la bondad. Cada ser humano y cada generación humana vuelven a empezar la experiencia moral de la entera especie, no porque no haya relación con los que nos han precedido (gratitud y reparación), o no exista proyección hacia el futuro (responsabilidad), sino por la simple razón que respondimos directamente sólo del uso que hacemos de nuestra libertad, sólo de las normas que aprobamos, solo de las estructuras que contribuimos a edificar (y, desde luego, de sus previsibles consecuencias): como explica Aristóteles, somos autores de las acciones que encuentran en nosotros el “arqué”, su origen. Dicha limitación no excluye ni disminuye el papel que cada uno, y cada generación, tiene en la historia humana: pero mide la dimensión efectiva de nuestro poder y de nuestra responsabilidad, poniendo sobre nuestros hombros un cargo bien definido y concreto. 

Aplicado a la familia, a su derecho y a sus derechos, esto nos obliga a reflexionar sobre lo que está pasando. Como escribió hace algunos años Cristopher Lasch, “las mismas fuerzas que han empobrecido el trabajo y la vida civil hacen cada vez más violencia a la vida privada y penetran en su último baluarte, la familia. Se atenua la tensión entre familia y sistema económico-político, que al comienzo de la sociedad burguesa sacó a niños y adolescentes de la influencia del mercado capitalista. La familia, vaciada de la intensidad afectiva que alguna vez caracterizó las relaciones familiares, acostumbra a los jóvenes al ambiente aburrido y apático que también predomina en el mundo exterior”. La situación representada es muy preocupante, pero sabemos que no está tan lejana de la realidad que todos conocemos: y muchos gobiernos en todo el planeta han empezado a trabajar, con mayor o menor acierto, en la protección de la familia y de sus prerrogativas, sabedores que de dicha protección puede depender mucho de lo que hemos brevemente dicho esta noche sobre el papel jurídico y político de la familia. Tanto más necesario resulta, pues, que la época constituyente que Chile está atravesando quede caracterizada por el esfuerzo de concordia del que hemos hablado al principio, lo cual implica un debate abierto y honesto que sepa reconocer a la familia su indispensable función en servicio de la verdad del ser humano, de la que depende su pleno florecimiento dentro y a través de las relaciones cívicas.